El tiempo desquiciado. Sobre el tiempo y las temporalidades históricas

                  

Damián López
Historiador docente de Historia Social General, Historia Argentina e Historia Latinoamericana.
ORCID :https://orcid.org/ 0000-0002-6165-8231 – Mail: damianlopez@gmail.com

  

                                                                   Resumen

 

Este ensayo presenta algunos problemas relativos a las concepciones sobre el tiempo, experiencias temporales y reconstrucción de las mismas en Historia. Con esa finalidad presenta un recorrido por las formas en que las dimensiones temporales han sido abordadas desde la física, neurología, psicología, filosofía, ciencias sociales, y por supuesto también la historia. Así se ofrece un panorama general de diferentes
aspectos sobre este problema crucial para los estudios históricos y las disciplinas que se involucran en análisis de lo social considerando sus aspectos diacrónicos.

Palabras clave

 

Tiempo, Historia, temporalidad, contingencia, acontecimiento

Abstract

 

This essay presents some problems related to the conceptions about time, temporality experiences, and their reconstruction in History. It presents a journey through the ways in which temporal dimensions have been approached from physics, neurology, psychology, philosophy, social sciences, and history. Thus, offers an overview of different aspects of this crucial problem for historical studies and the disciplines
involved in social analysis, considering its diachronic aspects.

Keywords

Time, History, Temporality, Contingency, Event

“El tiempo no puede ser constitutivo más que cuando ya se ha interrumpido la
vinculación con la patria trascendental.”
(Lukács, 2002 [1920]: 107).
“There are more things in heaven and earth, Horatio,
than are dreamt of in your philosophy.
[…]
The time is out of joint. O cursèd spite,
That ever I was born to set it right!
Nay, come, let’s go together.”
(William Shakespeare, Hamlet, Acto I, escena V)



Nuestra concepción sobre el tiempo se ha modificado sustancialmente desde hace bastante más de un siglo. Desde la física, literatura, psicología, filosofía, ciencias sociales, y por supuesto también la historia, se cuestionó el supuesto de su carácter unitario y direccionado. Disjunto, dislocado, múltiple, estructurado, el tiempo estalla y se transforma al pensarlo como complejo relacional y no como un continente.
En esta dirección “pensarlo”, y no darlo como dado es obligada operación antipositivista, haciéndonos cargo de las categorías constructivas que ponemos en juego. Porque precisamente haciéndonos cargo y trabajando para afinarlas, y tomándolas como provisorias, podremos volver algo más audible aquello que el objeto de nuestra investigación arroja (sobre nosotros, o sea relacionalmente, y no separadamente).

 

Órdenes espacio-temporales locales, imprevisibilidad, caos sistemático

 

Si el búho de Minerva levanta vuelo en el crepúsculo, la historiografía no puede persistir en la medianoche, y es preciso que considere, junto a las ciencias sociales, la profunda modificación de paradigmas que desplazaron las tensiones involucradas en las concepciones de historicidad del siglo XIX y parte del siglo XX.


La teoría de la relatividad general y la mecánica cuántica conmovieron las nociones previas acerca del espacio y el tiempo. El tiempo deja de ser una variable independiente y el mundo se transforma en una red de eventos interrelacionados.
Como sintetiza Carlo Rovelli, “La física no describe cómo evolucionan las cosas ‘en el tiempo’, sino cómo evolucionan las cosas en sus propios tiempos, y cómo evolucionan ‘los tiempos’ uno con respecto a otro” (Rovelli, 2018: 20). Por su parte, la duración es concebida como una sucesión de valores discretos (granularidad, “el mundo es sutilmente discreto, es discontinuo”) (Rovelli, 2018: 66), vinculados en órdenes
fundamentados sobre la indeterminación e imprevisibilidad.


En un artículo donde trata el impacto del principio de impredecibilidad en los modelos físicos para la modificación de nuestra concepción de la temporalidad histórica, Elías Palti sostiene que a partir de los años setenta del siglo pasado se propusieron sistemas basados en la teleonomía, o sea sin una finalidad única y omnicomprensiva (como en los orientados teleológicamente), sino con finalidades generadas y modificadas “por la propia dinámica del organismo y sus patrones de intercambio con su medio ambiente particular.” (Palti, 2001: 73). Esto, destaca, implica romper con la tradicional contradicción entre razón y cambio, y reconfigura la oposición entre ciencias fundamentadas en el determinismo mecánico y alternativas intuicionistas o irracionalistas, al componer órdenes basados en la fluctuación y capaces de generar nuevos equilibrios. Caos y sistema conviven como caras de una misma moneda, y el Acontecer se convierte en categoría clave, ya que el Ser no sería más que un compuesto de estados locales y relacionales.



De medida a continente, o empobrecimiento de la experiencia 

 

 “El reloj, además es una máquina productora de energía cuyo ‘producto’ es segundos y minutos: por su naturaleza esencial disocia el tiempo de los acontecimientos humanos y ayuda a crear la creencia en un mundo independiente de secuencias matemáticamente mensurables” (Mumford, 1992 [1934]: 31) 

 

Tanto en su raíz latina, griega e indoeuropea, la palabra “tiempo” denota la acción de cortar o dividir. Y así seguimos dividiendo los días en horas. Hacia el 2500 a.n.e. los babilonios inventaron el sistema de cortar el día en doce partes, al igual que la noche. Como sabemos, la duración del día y la noche depende de la latitud geográfica y la estación del año, por lo que la división en doce dará por resultado horas más cortas o extensas. Aún en la Edad Media, en Londres o París las horas diurnas podían durar en verano el doble que las nocturnas (ochenta y cuarenta minutos, respectivamente), y a la inversa en invierno. En el siglo XIII comenzaron a aparecer los primeros relojes, y por razones técnicas éstos contaban horas de igual duración (sesenta minutos). La expansión de los relojes conllevó la paulatina desaparición de las horas desiguales, ya definitiva en el siglo XV. Como bien enfatiza Oliver Marchon, “lo que acaba de ocurrir es una pequeña revolución: la alternancia de las salidas y puestas de sol ya no dicta totalmente su ley. El hombre, gracias a la tecnología, comienza a liberarse de los signos naturales” (Marchon, 2018: 57).


Por su parte, el inicio y fin de año depende de una serie de usos diversos en toda europa, y en casos como el denominado “estilo de Pascuas” que utiliza la cancillería francesa durante el siglo XIII, ni siquiera se trata de una fecha fija. Regiones y corporaciones de un mismo reino pueden utilizar distintos criterios. Solo a partir del siglo XVI comienza a darse una uniformización al interior de cada país, en coincidencia
con el proceso de centralización estatal.


Centralización política, desarrollo científico, ampliación capitalista, racionalización, etc., con sus complejas y dilatadas historias, están por detrás de esta marcha hacia la uniformización temporal. En su clásico artículo “Tiempo, disciplina de trabajo y capitalismo industrial”, E. P. Thompson analiza el impacto que los cambios en la producción tuvieron sobre las experiencias de los trabajadores del naciente capitalismo industrial, destacando que existieron muy diversas maneras, distintas a las de Inglaterra, en las cuales las sociedades los atravesaron, pero en todos los casos involucraron variadas formas de disciplina y explotación, así como de resistencias a las mismas (Thompson, 1984 [1967]). Un recordatorio, contra perspectivas que presentan al tiempo de la modernidad y la modernización como evolución neutral, incontrastable y superior a otras concepciones tradicionales del tiempo y el mundo, sobre la violencia y sufrimiento involucrados.


En su ensayo Sobre el tiempo, luego de cargar contra la sustantivación de las categorías, y específicamente la de tiempo1 , Norbert Elias cuestiona la presentación de la temporalidad y espacialidad cómo coordenadas objetivas, universales y ahistóricas. La capacidad humana para sintetizar se moldea culturalmente, y es un grave error hipostasiar una forma muy concreta y compleja de hacerlo, tal como sostuvo Kant al concebir, siguiendo a Newton, al tiempo y espacio como intuiciones a priori. Las formas de temporalidad y espacialidad, y las modulaciones de experiencias que habilitan, dependen de un universo sociosimbólico históricamente situado. 

 

De igual forma Georg Simmel, el gran retratista de la experiencia urbanita moderna, compuso cuadros sobre las configuraciones que estructuraban nuevas disposiciones y prácticas de los individuos y las masas hacia fines del siglo XIX y principios del XX (Simmel, 1986 [1903]). Por su parte Ernst Bloch, Sigfried Kracauer, Theodor Adorno y Walter Benjamin entre otros destacaron, como Thompson, que la imposición del tiempo de la modernidad sobre los sectores subalternos se consiguió a través de una fulminante violencia simbólica, arrasando formas alternativas, dando por resultado un empobrecimiento de la experiencia. 

 

Bajo el capitalismo, la experiencia se empobrece por el proceso de aceleración temporal, que la vuelve caduca para brindar sentido a las situaciones novedosas. Benjamin distinguía entre dos vocablos alemanes, Erlebnissen (“vivencias”), y Erfahrungen (experiencias que son relevantes, significativas, y a la vez modifican lo que somos, enriqueciéndonos). Mientras las primeras se multiplican notablemente, las
segundas se deshilachan. El empobrecimiento se debe también a una progresiva articulación que desde el poder (económico, político, ideológico) rechaza formas tradicionales y autónomas. Cuenta Eric Hobsbawm, respecto a la burguesía manchesteriana de mediados del siglo XIX:

 

“El absoluto desprecio de los “civilizados” por los “bárbaros” (entre los que se incluía a la masa de trabajadores del país) descansaba sobre este sentimiento de superioridad demostrada. El mundo de la clase media estaba abierto a todos. Los que no lograban cruzar sus umbrales demostraban una falta de inteligencia personal, de fuerza moral y de energía que automáticamente los condenaba” […] Así, pues, la sociedad jerárquica se reconstruyó sobre los cimientos de la igualdad oficial. Pero había perdido lo que la hacía tolerable en otros días: la convicción social general de que los hombres tenían obligaciones y derechos, de que la virtud no es sencillamente el equivalente del dinero y de que los miembros del orden inferior, aunque bajo, tenían derecho a vivir sus modestas vidas en la condición social a que Dios los había llamado.” (Hobsbawm, 1997 [1962]: 203-204).

 

Esta violencia social, imbricada a transformaciones que desestructuran las antiguas formas de vida, comienza a configurar, de forma ampliada, y suficientemente consolidada hacia principios del siglo XX, un haz de complejas relaciones que Antonio Gramsci caracterizó lúcidamente como hegemónicas (Gramsci, 2001 [1929-1935]). Finalmente, la experiencia se empobrece porque se convierte en experimento,
relación construida a priori sobre un modelo formal que no tiene en cuenta las aristas de la compleja realidad que intenta limar. No hay así una verdadera escucha para lo Otro. 

                                                                                            Colonización de lo imaginario

 

 “Bárbaros y civilizados”. Si el dilatado y complejo proceso de emergencia y predominio del “tiempo homogéneo y vacío” (Benjamin, 2007 [1940]: 35) se encuentra imbricado a la violencia, el colonialismo es la faceta barbárica de la expansión y articulación del sistema-mundo (Wallerstein, 1979, 1984, 1998 [1974, 1980, 1989]). Sobre despojos y restos, antropólogos e historiadores han intentando reconstruir las concepciones temporales de las culturas indígenas sometidas por los españoles (Wachtel, 1976 [1971]; Garrido Aranda, 1997; Zuidema, 2011). La desarticulación social y simbólica, bajo el manto de la cristianización, se entretejió sin embargo con adaptaciones y combinaciones (Gruzinski, 1991 [1988]), constituyendo dinámicas hibridaciones y lógicas diversas, a veces resistentes, en un tenso y poroso vaivén entre la subsunción cultural formal y real.

 En 1898, durante la batalla de Omdurmán en Sudán, las fuerzas británicas sufrieron 48 bajas frente a 11000 de los rebeldes mahdistas. Las ametralladoras, que mostraron su poder destructivo durante la guerra civil en Estados Unidos, y habían sido prohibidas en las guerras entre “occidentales”, tuvieron sin embargo un rol central en la sumisión de África. “Cuando esa misma arma fue empleada en las últimas batallas durante la Gran Guerra, produjo un salto cualitativo decisivo: la ‘guerra total’ practicada ya por lo europeos en las campañas coloniales […]. No mucho más tarde, otro dispositif típicamente colonial, el campo de concentración, estamparía el sello de la catástrofe” (Mezzadra y Rahola, 2008: 265).

                                                                                       Percepción, experiencia, historicidades 

 

 “Lo que ahora resulta límpido y claro es que ni las cosas futuras ni las pasadas
existen, ni es con propiedad como se dice: ‘Hay tres tiempos, pasado, presente
y futuro’. Tal vez sería más propio decir: ‘Hay tres tiempos, presente de lo
pasado, presente de lo presente, y presente de lo futuro’. Pues estas tres cosas
existen de algún modo en el alma y no las veo en otra parte: el presente de lo
pasado es la memoria; el presente de lo presente, la atención; el presente de lo
futuro, la expectación.” (Agustín de Hipona, 2005: 335-336) 

 

En El río de la conciencia, uno de sus últimos libros, Oliver Sacks presenta casos que ponen a prueba los límites y formas de la percepción humana. Destaca sobre todo que los fenómenos mentales, incluidos la percepción de la duración y la memoria, se moldean a través de complejas vinculaciones cerebrales que dependen también de una serie de condiciones socioambientales. Por ejemplo, explica cómo a través del entrenamiento los atletas o ciclistas pueden responder a estímulos de milisegundos como si todo sucediera con lentitud. Más relevante aún, siguiendo a Freud, destaca que el cerebro funciona a través de la constitución de sistemas modulables que se vinculan entre sí, y que estas configuraciones dependen del aprendizaje, o sea, de la cultura, siendo histórica y contextualmente modificables. 


Una innovación básica ha sido el pensamiento poblacional, pensar en términos que tengan en cuenta la inmensa población de neuronas del cerebro y la capacidad de la experiencia para alterar de manera diferencial las fuerzas de las conexiones entre ellas, y para fomentar la formación de grupos o constelaciones funcionales de neuronas por todo el cerebro, grupos cuyas interacciones sirven para categorizar la experiencia. 120 | Desafíos del Desarrollo En lugar de ver el cerebro como algo rígido y fijo, programado como un ordenador, impera ahora la idea mucho más biológica y poderosa de la ‘selección experiencial’, de que la experiencia literalmente conforma la conectividad y función del cerebro (dentro de unos límites genéticos, anatómicos y fisiológicos).” (Sacks, 2019: 82) 

 

 

 Reinhart Koselleck propuso contextualizar las formas históricas de temporalización a partir de la relación entre el “espacio de experiencia” y “horizonte de expectativas”. También pensar las tensiones y relaciones entre diversos estratos de temporalización que conviven, en una historia marcada a su vez por las luchas políticas (Koselleck, 1993 [1979], 2001). Por su parte, François Hartog acuñó el término de “regímenes de historicidad” para indagar las distintas formas históricas de relacionarse y experimentar el tiempo (Hartog, 2007 [2003]). 

 

 La calurosa acogida a estas propuestas –no solamente desde el campo de la historia-, muestran una nueva sensibilidad a la dimensión temporal de los fenómenos sociales, algo que animó a sostener en Francia que se asistiría a un “giro histórico”, en el que se reivindican “pensamientos antifatalistas que liberaron al tiempo de sus clausuras teleológicas, escatológicas o deterministas” (Delacroix, Dosse y Garcia, 2010 [2009]: 9). 

 

Desmarcándose de una historia reconcentrada en la producción intelectual escrita, Rolf Reichardt revisó críticamente el método de la historia conceptual, destacando la necesaria apertura a otro tipo de vestigios, como las imágenes, y exigiendo la salida de los “paseos por las alturas, que dan prioridad a los grandes teóricos canónicos desde Aristóteles a Karl Marx, sin probar su representatividad social y sin penetrar en el lenguaje ordinario” (Villacañas y Oncina, 1997: 24-25). En contraste, propuso una semántica histórico-social, interesada en las experiencias temporales de los sectores subalternos, que se complemente con una reflexión sobre las complejas determinaciones temporales que van estableciendo las diversas formaciones sociales. 

 

Moishe Postone (2006 [1993]) y William Sewell (2008) han avanzado en otro aspecto crucial, la consideración sobre las determinaciones temporales propias del capitalismo. El primero enfatizó la relación entre la doble faz de la mercancía (valor de cambio y de uso) y el trabajo (abstracto y concreto) con, por una parte, una temporalidad reproductiva, abstracta y constante y, por otra, con una temporalidad redefinida permanentemente, concreta. Siguiendo este registro, Sewell considera que esta doble faz de reproducción ampliada y contingencia puede combinarse con ciclos de relativa direccionalidad (no teleolológicos), siempre inscriptos en una dinámica de desarrollo desigual.

 

En otros casos, como el de Fredric Jameson y Marc Fisher, se ha remarcado que es más bien durante el capitalismo contemporáneo –“tardío” o “posmoderno”-, cuando se despliegan totalmente estas lógicas, generándose una experiencia de “presente continuo” (Jameson, 2000 [1994]), en la cual puros presentes desconectados entre sí no pueden sintetizarse en una narrativa coherente (Fisher, 2021 [2016]). Un diagnóuastico similar, aunque enfocado hacia la crítica de la memoralización, ofrece el ya mencionado Hartog, quien caracteriza al régimen de historicidad actual como “presentismo”: “un presente monstruo. Es a la vez todo (no hay más que presente) y casi nada (la tiranía de lo inmediato)” (Hartog, 2007 [2003]: 236). Por su parte Hartmut Rosa, sociólogo alemán que viene trabajando sobre la aceleración temporal en las sociedades actuales, señala que los desarrollos tecnológicos, los cambios sociales y las transformaciones en los ritmos de vida han llegado a un punto en el cual “la impresión de cambio aleatorio, episódico y hasta frenético reemplaza la noción de progreso o historia dirigida: los actores sociales  experimentan sus vidas individuales y políticas como procesos volátiles y sin dirección, en otras palabras como un estado de detención hiperacelerada” (Rosa, 2016 [2013]: 78)

 

                                                                                         Temporalidades estructuradas

 

Althusser y los althusserianos realizaron a mediados de los sesenta la crítica más profunda y contundente a ese adversario preferido de los estructuralistas que es el historicismo de raigambre hegeliana. En Para leer el capital (Altusser, 2000 [1965]) hacia estallar por los aires los presupuestos teóricos de una continuidad homogénea, contemporaneidad del tiempo y totalidad expresiva en que se fundamentaba el tiempo

histórico historicista. Y proponía en cambio algo esbozado en los planteos de Lévi  Strauss, y constatado en la práctica de algunos historiadores de Annales (aunque no llevado hasta sus consecuencias más radicales, y muy poco problematizado teóricamente): la conformación de lo social a partir de diversas instancias relativamente autónomas, que despliegan temporalidades diferenciales. Esto implicaba la modulación de estructuras con historicidades específicas a ser indagadas y que era preciso, además, poner en discusión los presupuestos teóricos desde los cuales los historiadores realizan su práctica. 


En Pour Marx (1965) aparece por otra parte “Contradicción y sobredeterminación”, un texto que problematiza la centralidad que tiene para el
materialismo histórico el replanteamiento de una historicidad marcada por la conjunción de una serie de contradicciones estructurales (autónomas y con temporalidades diversas) que dan lugar a una coyuntura que conforma una “unidad de ruptura”: se trata, más allá de los límites que pudiese tener, del planteamiento radical de una concepción contingente y no mecanicista de la historia, el trazado -aun cuando
fuese sin dudas insuficiente- de una respuesta concreta para superar la teleología y el evolucionismo en los cuales por lo general se había encorsetado al marxismo (Althusser, 1975 [1965]). 


 Por otra parte, en unas páginas agregadas a su clásico Ideología y aparatos ideológicos del Estado, asumía que la lógica reproductiva de las condiciones de producción y de la ideología dominante se encontraba surcada por la lucha de clases (Althusser, 1997 [1970]). Esto conllevaba una puesta en cuestión de una posible lectura funcionalista del texto, ya que, como sintetiza en una mirada retrospectiva Balibar, “el primado del punto de vista de la reproducción adquiere un significado totalmente inverso de aquél del que se había partido: en lugar de fundar las variaciones históricas sobre una invarianza, significa que toda invarianza (relativa) presupone una relación de fuerzas. Si se quiere, que toda continuidad estructural es el efecto necesario de una contingencia irreductible en la que, en cada instante, reside la posibilidad latente de una crisis” (Balibar, 2004-2005: 14).


 Por otros caminos, Derrida publica en 1967 dos libros que funcionan como rescate y crítica al estructuralismo clásico (Derrida, 1989 y 1998), se enfatiza este camino a partir del “concepto” de différance, que sintomáticamente apunta no solo hacia una lógica de lo no idéntico, sino también de la temporalización, un punto ciego del estructuralismo, apegado al análisis sincrónico, taxonómico, según el modelo saussureano. Más allá de las específicas modulaciones de esta inflexión hacia el postestructuralismo, que como sabemos conllevaron en muchos casos a una concepción de lo social anegada por lo discursivo, un renegamiento de cualquier instancia de verdad basada en la contrastación empírica, un relativismo tan extremo como estéril, etc., nos parece relevante señalar que permitió vislumbrar alternativas
para sortear algunos serios obstáculos del estructuralismo.

 En primer lugar, el carácter fallado de la estructura habilita a concebir todo equilibrio como inestable, provisorio, y a poner en cuestión una operatoria tendiente a la rigidez y a un objetivismo totalizante que no atisba a cuestionarse sus propias condiciones de enunciación. Sin dudas, términos como el de differance de Derrida apuntan a desestabilizar la posibilidad de concebir a las categorías organizadoras de las estructuras (las oposiciones diferenciales) en términos trascendentales -tentación no ausente en algunas obras de Lévi-Strauss-. 

 

Por otra parte, pese a las aclaraciones en contrario de Lévi-Strauss y otros estructuralistas, quienes enfatizaron el carácter construido, resultado de una operación analítica, existieron quienes tendieron a reificar las estructuras, o a tratarlas como instancias de lo real, naturalizándolas como órdenes transhistóricos. De allí la relevancia de la crítica postestructuralista, que habilitó por ejemplo a pensar a las
instancias relativamente autónomas postuladas por los althusserianos como resultados provisionales y contingentes de la historia, y por lo tanto, como esferas a considerar de manera no cósica ni estable: lo económico, lo político, lo religioso, etc., no serían por tanto dimensiones necesarias e intemporales de lo real, sino órdenes (con lógicas, dinámicas y temporalidades propias) con alcances y relaciones específicos, constituidos históricamente. Pensar la contingencia de las estructuras conlleva el planteamiento de una historia no teleológica, abierta, discontinua, compuesta de tiempos diferenciales.  

 

                                                                             Narradores de un país extranjero

 

“el periodo, para decirlo de alguna manera, se desintegra ante nuestros ojos. De una unidad espacio-temporal plena de sentido, se convierte en una suerte de punto de encuentro para cruces casuales, algo así como la sala de espera de una estación de trenes” (Kracauer, 2010 [1995]: 182)

 

Muchas veces se ha reconocido la temprana conciencia de los antropólogos e historiadores del arte sobre el carácter problemático del tiempo cronológico. A partir del estudio de los estilos, estos pudieron considerar la existencia de series temporales diversas, tensiones y, en general, la no sincronía de lo contemporáneo. Por supuesto, dentro de la historia social, resultó un hito de enorme relevancia e influencia El
Mediterráneo… de Fernand Braudel, con su propuesta de análisis de tres temporalidades diferentes (Braudel, 1976 [1949]). Más adelante, fue habitual encontrar acercamientos a la diversidad de tiempos. Por ejemplo Jacques Le Goff tematizó para la Edad Media la coexistencia, muchas veces conflictiva, de ritmos y visiones contrastantes, determinados por contextos económicos, sociales y culturales
específicos. Así, mientras el tiempo agrícola de los campesinos era sustancialmente cíclico y “permanente”, los cambios que trajeron el crecimiento de las ciudades y el comercio a partir de la expansión feudal, implicaron una nueva concepción temporal (Le Goff, 1987). Tampoco el tiempo de la Iglesia, principal administradora y organizadora del mismo, ni el de los teólogos, estaba exento de diferencias y disputas.
Por ejemplo, puede mencionarse el debate entre los defensores de una verdad progresivamente revelada y los defensores de una verdad inmutable, que se extiende durante todo el siglo XII (Le Goff, 1999 [1984]: 148-149). Más recientemente, Chris Wickham ha sostenido que durante la Alta Edad Media la utilización del tiempo campesino se veía drásticamente modificada de acuerdo al mayor grado de autonomía
o sumisión a las exacciones señoriales (Wickham, 2008). 


En las últimas décadas también se vislumbra un mayor interés por un análisis más reflexivo por estas dimensiones y problemas vinculados al oficio de investigación histórica. Así, por ejemplo, William Sewell indagó sobre los fundamentos metodológicos para una historicidad que triangula entre configuraciones relativamente estables, causalidades con temporalidades heterogéneas, y la apertura a la contingencia (Sewell, 2005). Especialmente estimulante resulta su conceptualización de los acontecimientos como rearticuladores de estructuras, sin recaer en una visión dicotómica o poco atenta a diferentes formas de cambio, enfatizando el hecho que se trata de procesos (por tanto con temporalidades específicas y relacionales), además de constructos (sujetos a la fundamentación de acuerdo a una puntillosa tarea de verificación), y que tienen características “fractales”, en tanto un acontecimiento contiene otros, y a su vez es contenido por otros más amplios (Sewell, 2005, 2008). 


 Desde otro punto de vista, como ya había señalado March Bloch en El oficio del historiador, el análisis histórico conlleva necesariamente una vinculación entre tiempos heterogéneos, siendo preciso volverse concientes del lazo problemático entre presente y pasado, refinando nuestra escucha para compenetrarnos con unos otros que, sin embargo, comprendemos a partir de nuestro contexto (Bloch, 2001 [1993]). Siguiendo
su estela, Nicole Leroux realizó un “elogio del anacronismo” (Leroux, 2008 [2005]), y Carlo Ginzburg problematizó los alcances del mismo, destacando que, en definitiva, la reconstrucción histórica es una muestra de cómo la no-contemporaneidad es una condición insuperable, y a su vez fuente de la riqueza de la investigación histórica (Ginzburg, 2018). 

Entra en juego aquí también, por supuesto, el problema de la indagación del objeto de estudio, y la reconstrucción del mismo a través de la narración.


Especialmente relevante han sido en este punto las propuestas de Paul Ricoeur, quien durante décadas trabajó sobre distintos aspectos vinculados a la escritura de la historia (Ricoeur, (1995-1996 [1984-1985]); 1996 [1990], 2008 [2000]).


                                                                                Configuraciones e imagen dialéctica


 “No es tarea de la filosofía investigar intenciones ocultas y preexistentes de la
realidad, sino interpretar una realidad carente de intenciones mediante la
construcción de figuras, de imágenes a partir de los elementos aislados de la
realidad, en virtud de las cuales alza los perfiles de cuestiones que es tarea de
la ciencia pensar exhaustivamente” (Adorno, 1991 [1931]: 89) 

 

 

Según señala el filólogo alemán Erich Auerbach en su brillante y célebre artículo“Figura” (1938) , la radical distancia entre la concepción figural cristiano-medieval y las ideas modernas sobre el desarrollo histórico se aprecia fundamentalmente en que, mientras en la primera el acontecer

permanece como provisionalidad sólo significativa a partir de su conexión con la divinidad atemporal, en las segundas esta provisionalidad

(que se debe, agregamos nosotros, más bien a la apertura hacia un tiempo siempre renovado), puede ser objeto de análisis retrospectivo debido a que es concebida como progresión paulatina e ininterrumpida (Auerbach, 1998 [1938]: 106-107). Durante la Edad Media, si bien persistió una cosmovisión de procedencia antigua según la cual el acontecer terreno era fundamentalmente la continuidad de instantes

que en su puro límite serían el lugar de reunión y escisión del pasado y el futuro, aunque ya no necesariamente conformando un ciclo, sino también una progresión lineal (finita y teleológica) (Agamben, 2007), existió además la posibilidad de  composición de un “tiempo puntual” (la contracara de los instantes anteriormente citados, en cuanto concreción de sus potencias cualitativas) que “avanza a saltos”, y
que puede ilustrarse con el ejemplo de la poesía medieval alemana. Según Auerbach, la interpretación figural permitía conectar estas dos dimensiones temporales, el de una progresión “horizontal” de los acontecimientos hacia el reino de Dios, y el de una conexión “vertical” entre el acaecer y el plan divino. A partir de los trabajos de Oscar Cullman, destaca José Cuesta Abad que el término que mejor condensa los caracteres que posibilitan la reunión de estos dos aspectos en una temporalidad concebida como “destinada, insistente e instantánea” es el de kairós, que en su versión cristiana 
no señala un proceso en sí duradero o durativo, sino el momento puntual,
estigmático de un acontecimiento único que, vinculado a otros análogos mediante una línea temporal de sutura, integra el despliegue total del plan divino de salvación. Los kairoi componen así una trama puntual y discontinua de una historicidad perfecta cuyo desarrollo va siendo enclavado por una misma ‘hora de la verdad’ repetida y multiforme, algo similar –pero sólo eso– al misterioso ¡ahora! o Jetzt-Zeit de W. Benjamin (Cuesta Abad, 1998: 30-31).

 

Sólo similar, por supuesto, porque como bien indica Auerbach, una vez perdida la garantía trascendente, se quebranta la estructura que brindaba sentido a esos kairoi y que podía ser aprehendida mediante la interpretación figural. La “débil fuerza mesiánica” y la posibilidad de una “humanidad redimida” a las cuales alude Benjamin en su conocido y brillante texto “Sobre el concepto de historia” remiten, por eso, a una
estructura inmanente que, pese a sus apelaciones y vínculos con el lenguaje teológico de raíz judía, ya se encuentra despojado de cualquier seguridad, incluso,en una radical crítica, de las diversas que la filosofía moderna postuló como pasibles de brindar un “punto de apoyo firme e inmóvil” (tal cual la famosa expresión de Descartes en sus Meditaciones metafísicas) desde el cual construir un mundo, ya sea el Sujeto,
la Razón, el Espíritu, la “Vida”, etc. Tal cual señala Adorno, “Benjamin ve la Metafísica idealista como un engaño, en tanto que transforma lo que es en identidad con sentido. Al mismo tiempo, sin embargo, le está históricamente vedado hacer cualquier afirmación directa sobre tal sentido, sobre la trascendencia. Esto da a su filosofía el rasgo alegórico. Incide en lo absoluto, pero de forma quebrada, mediata. La creación
entera se vuelve para él un escrito que hay que descifrar desconociendo el código” (Adorno, 1995: 42). La mención a lo alegórico, por supuesto, poco tiene que ver con el tratamiento de Auerbach para el caso del cristianismo medieval, sino con el que el propio Benjamin le dio en su libro sobre el drama barroco alemán del siglo XVII. Según se expone en ese texto, la utilización de la alegoría en el drama alemán no se
correspondía con una mera relación convencional y abstracta entre signo y significado, sino con un modo de expresión en el cual se producía una imagen que, al centrarse sobre el carácter transitorio y las ruinas de la naturaleza mundana, se diferenciaba de la momentánea fusión entre lo terrenal y trascendente propia del símbolo: “Mientras que en el símbolo, con la trasfiguración de la caducidad, el rostro transfigurado de la naturaleza se revela fugazmente a la luz de la redención, en la alegoría la facies hippocratica de la historia se ofrece a los ojos del espectador como paisaje primordial petrificado. En todo lo que desde el principio tiene de intempestivo, doloroso y fallido, la historia se plasma sobre un rostro; o mejor, en una calavera”. Esta imagen decadente y catastrófica de la historia que presenta la alegoría, es valorada y
rearticulada retrospectivamente por Benjamin en su texto final ya citado “Sobre el concepto de Historia” cuando, justamente, sostiene que la tarea de “cepillar la historia a contrapelo” consiste precisamente en ir al encuentro de los muertos y los vencidos (Benjamin, 2007 [1940]).


De allí lo enérgico y paradójico de la articulación benjaminiana entre expectativa y peligro. Hacer estallar el tiempo homogéneo y vacío significa para él rescatar una imagen del pasado siempre amenazada por el permanente dominio de los vencedores. Por eso, como indica José Sazbón, la apelación al riesgo, la amenaza, el peligro, siempre remite también a la instancia salvadora, pero como emergencia fugaz,
enfatizando la idea “del rescate de algo significativo, crucial y valioso que amenazaría perderse si no fuera por la posibilidad, ardua y mesiánica de neutralizar el continuum que oculta y pervierte una redención prometida […] Sólo mediante accesos intermitentes lo valioso -perdido, olvidado o reprimido- se manifiesta como poder de iluminación y permite llegar a su verdad” (Sazbón, 2008: 185).

Ahora bien, la imagen que permite esta aprehensión fugaz es presentada en diversos textos de Benjamin como “constelación” o “imagen dialéctica”, y es característico el que deba pensarse como una “mónada” saturada de tensiones. Se trata de un principio constructivo que apunta a lo histórico concreto en una unitaria singularidad cargada de sentido, en cuanto reverbera en el presente con pretensión de
inmediatez. Y así se opone a una recaída en la abstracción, quebrando un relato que homogeneiza a partir del concepto y que, en el caso de la narración histórica, confía en el continuum fáctico y en el progreso. Por otra parte, las condiciones de posibilidad para la construcción de estas imágenes se vinculan con una concepción de la temporalidad como apertura, en la cual, como bien indica Georges Didi-Huberman, “la
imagen no está en la historia como un punto sobre una línea. La imagen no es ni un simple acontecimiento en el devenir histórico ni un bloque de eternidad insensible a las condiciones de ese devenir. Posee -o más bien produce- una temporalidad de doble faz” (Didi-Huberman, 2008 [2000]: 143).


La imagen mencionada aquí no es meramente un soporte iconográfico, sino un concepto operatorio, que implica una crítica a las versiones cronológico-historicistas pero también a las escuelas historiográficas que superponen (sin articular) distintas temporalidades históricas (tiempo corto, medio, largo, etc.) asociándolos a objetos históricos distintos, cuando de lo que se trata (y en lo que reside la apuesta benjaminiana) es de construir ese objeto histórico en sus múltiples ritmos, sus variados tiempos, todos ellos “conviviendo”. A la vez, esa imagen no puede concebirse si no es mediante una crítica de la representación, para lo cual hace falta una intelección del síntoma, para dar lugar también a lo inconsciente que interrumpe la representación normal. Así, es en la propia imagen donde Benjamin conjuga su dialéctica: encuentro
entre el Ahora y el Pasado en el breve fulgurar de una constelación; y una imagen así requiere del montaje, del desmontaje de la historia conocida “que fue hacia el pasado” y del remontaje a partir de los desechos hurgando en la sinrazón de la historia con la
razón de la crítica.


Y sólo a partir de esta conciencia sobre la necesidad de establecer una renovada concepción del tiempo, nos enfrentamos con la radicalidad de una apuesta – con el riesgo que conlleva– por la discontinuidad y lo múltiple.



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Revista Desafíos del Desarrollo
ISSN 2796-9967