Lecciones de la política social en Argentina: el plan Jefes y después (1)

                  

Agustín Mario

                

Licenciado en Economía (UBA), Doctor en Ciencias Sociales, Magister de la UBA en Economía, Vicedecano Coordinador de la Licenciatura en Economía (UNM).

ORCID:https://orcid.org/0000-0002-6466-3247 – Correo electrónico: amario@unm.edu.ar

                                                                            Introducción

 

                 En este artículo, analizamos la experiencia argentina en materia de política social desde el 2002 a la fecha. Luego, evaluamos los resultados en términos de indicadores económicos seleccionados. A continuación, intentamos derivar las principales lecciones de la experiencia analizada. Por último, planteamos una alternativa de política.

Breve repaso histórico: el Jefes y después

                                                                       

                     Luego de la crisis de diciembre de 2001, el PIB (Producto Interno Bruto) per cápita caía, en el primer trimestre de 2002, al 16% interanual, la deuda pública se encontraba en cesación de pagos, la inflación se aceleraba y la moneda se depreciaba, en el tercer trimestre de dicho año, a una tasa interanual del 258% –, la tasa de empleo terminaba de desplomarse, y alrededor del 60% de la población se encontraba por debajo de la línea de pobreza.
En ese contexto, en abril de 2002, Argentina implementa el Plan Jefes y Jefas de Hogares Desocupados (en adelante, Jefes). El Center for Full Employment and Price Stability (CFEPS) asesora al Ministerio de Trabajo; de hecho, el Je- fes es considerado un caso de estudio de la propuesta de colocar al estado como empleador de última instancia (Tcherneva y Wray, 2005).
                     El monto del programa era de $150 por mes (75% del salario mínimo vital y móvil) al jefe de hogar a cambio de 4 horas de trabajo diario. Se encontraba destinado a hogares con menores de 18 años, discapacitados o embarazadas. En poco tiempo, hacia mayo de 2003, el Jefes alcanzó su pico de participantes: cerca de 2 millones, el 11% de la fuerza laboral y el 5% de la población.
                      El programa tuvo una gran afluencia de mujeres, ya que se encontraba limitado a una persona por hogar; la estrategia de muchos hogares consistió en que el varón continuaba activo buscando o trabajando en el sector informal. En la práctica, sin embargo, muchos no realizaban contraprestación laboral debido, al menos en parte, a la inesperada masividad del programa. Esto dio lugar a situaciones de arbitrariedad. Además, el límite a la entrada un miembro por hogar sumado a una fecha límite de inscripción abrió la puerta al clientelismo. Estos aspectos socavaron la popularidad del Jefes.
Desde mayo de 2003, el tamaño del programa se reduce; en parte, por la transición de titulares del programa al sector privado. Además, se crearon dos programas que pretendían reemplazar al Jefes. Por un lado, el Seguro de Capacitación y Empleo (SCE), que incluiría a los explícitamente considerados empleables, mayoritariamente varones; por el otro, el Familias por la Inclusión Social (Familias), que haría lo propio con los inempleables, principalmente mujeres (Decreto 1506/2004).
                     La reforma del Jefes se dio en el marco de una significativa expansión de la seguridad social, que permitió acceder a una jubilación con independencia de los aportes realizados, amplió las pensiones no contributivas y, prácticamente, completó la cobertura del sistema de asignaciones familiares mediante la Asignación Universal por Hijo (AUH), una transferencia monetaria para los hijos de los trabajadores desocupados e informales (Mario, 2014). Quedó configurado así, en la Argentina, al menos desde 2009, una red de seguridad social que garantiza un ingreso a quienes no pueden o no deben trabajar.
                     En tanto, para los que pueden trabajar (i.e., la población en edad y condiciones de trabajar) se planteaba una combinación de, por un lado, políticas “keynesianas” para promover el crecimiento económico y, por el otro, herramientas para mejorar la empleabilidad como el mencionado SCE se esperaba, de este modo, que la economía generase empleo para todos.
                       Si bien la creación del Programa de Ingreso Social con Trabajo, Argentina Trabaja (AT), en agosto de 2009, implicó, al menos en alguna medida, el reconocimiento de que por mucho que la economía creciera, el empleo no llegaría a todos, es posible afirmar que esta fue la estrategia general. Es posible, en este sentido, interpretar la política social en la Argentina, desde 2002, en el marco del debate entre las garantías universales de ingreso y de trabajo (Tcherneva y Wray, 2005).

 

Resultados: la foto y la película

 

           Al segundo semestre de 2022, hay en la Argentina 18,2 millones de personas pobres y 3,8 millones de personas indigentes. No obstante, entre 2003 y 2015, la pobreza se redujo a menos de la mitad; la indigencia, en tanto, lo hizo más de un 75%. De hecho, las mejoras continuaron hasta el segundo semestre de 2017. Desde ese momento, la pobreza ha aumentado 13,5 puntos porcentuales (6,8 millones de personas); la indigencia, 3,5 puntos porcentuales (1,7 millones de personas).

 

          En tanto, al cuarto trimestre de 2022, hay en la Argentina, 1,4 millones de de- socupados y 2,4 millones de subocupados, es decir, 3,8 millones de personas que trabajan menos tiempo del que desean y esto sin contar a quienes se encuentran fuera de la fuerza laboral y podrían querer participar si les ofreciera una oportunidad laboral . Entre 2003 y 2015, el desempleo se redujo significativamente y alcanzó, en 2015, su nivel más bajo en 30 años, con muchos economistas sosteniendo que la economía se encontraba en una situación de “pleno empleo” (Ferrer, 2014; Ger- chunoff y Rapetti, 2016) (gráfico 2).

 

        Las mejoras en términos sociales se han visto limitadas, sin embargo, por el estancamiento de la economía. De hecho, después de crecer 45% desde el tercer trimestre de 2003, la economía argentina dejó de crecer en el tercer trimestre de 2011 (gráfico 3).

 

  Por supuesto, si bien es técnicamente posible reducir la desigualdad y mejorar la distribución del ingreso para los trabajadores sin crecimiento, la viabilidad política es más complicada pues para mejorar la situación de alguien hay que empeorar la de algún otro, es decir, hay que repartir una torta que no crece (gráfico 4).

 

¿Qué podemos aprender?: algunas lecciones

 

                La Argentina ha tenido y tiene en la actualidad programas similares al Je- fes desde el Argentina Trabaja (2009-2015), Hacemos Futuro (2016-2019) y Poten- ciar Trabajo (desde 2020). Todos estos programas, como el Jefes, han limitado la entrada, ya sea estableciendo una fecha límite de inscripción, otorgando altas por bajas y, en general, estableciendo criterios de elegibilidad poco transparentes. Por supuesto, nadie quiere salir de un lugar al que es difícil entrar, por lo que se pierde el potencial rol contracíclico de los programas de este tipo. Al contrario de lo que suele afirmarse, no es su masividad, sino el hecho de que no hay lugar para todos los que desean participar i.e., otorgar una cantidad insuficiente de soluciones , lo cual se expresa, entre otras dificultades, en la discrecionalidad en las entradas y salidas al programa, dando lugar incluso a casos de corrupción.
         Además, el Potenciar Trabajo, supuestamente para evitar el control por parte de las organizaciones no gubernamentales, ha centralizado en las unidades de gestión muchas veces, gobiernos subnacionales los gastos no salariales. Parece más simple limitar el gasto no salarial a una proporción del salarial (10%, 15% o 30%) y/o exigir una contraparte siempre controlando la ejecución.
               Otra lección que podemos aprender al analizar la política social en la Argentina de las 2 últimas décadas se vincula con lo que podríamos denominar “la marca del desempleo” (Tcherneva, 2017). El desempleo, especialmente aquel de largo plazo, reproduce inempleabilidad, esto es, es más difícil de revertir cuanto mayor es su duración. Los empleadores contratan, en su mayoría, a quienes ya están trabajando (cuadro 1).

 

               Si los desocupados no tienen valor (para el sector privado o el proceso de producción), el desempleo ya no podrá achicarse: los aumentos de la demanda agregada sólo incrementarán los salarios de los ocupados conforme los empleado- res compiten por los escasos trabajadores capacitados. En pocas palabras, los desocupados y, en particular, aquellos de largo plazo, no constituyen, a partir de cierto nivel de desempleo, una alternativa para el sector privado (no son sustitutos). Por lo tanto, no cumplen un rol como buffer stock i.e., ejército de reserva de desempleados (Mario, 2016).
               Esta es, al menos en parte, la razón por la que el desempleo es inefectivo como herramienta para estabilizar el valor de la moneda. Si fuéramos a implementar un buffer stock de oro (i.e., un patrón oro), nos aseguraríamos de mantenerlo en condiciones. En este sentido, es preciso que la política pública procure evitar que los desempleados se deprecien (“se echen a perder”).

 

¿Qué podemos hacer?: la alternativa del empleador de última instancia

 

 

                 La propuesta de colocar al estado como empleador de última instancia (Mosler, 1997-98; Wray, 1997; Mitchell, 1998) consiste en el financiamiento, por parte del gobierno (el emisor monopólico de pesos), de empleos para que organizaciones sin fines de lucro empleen a cualquiera que quiera y pueda trabajar a cambio de un salario mínimo.
                    El salario del programa se convierte, de facto, en el salario mínimo de la economía, sin necesidad de ningún tipo de legislación específica. Es posible eliminar otros programas como, en la actualidad, el Potenciar Trabajo, el seguro de desempleo, etc.
                El programa funcionará como un estabilizador automático, actuando contra cíclicamente; en expansiones, los trabajadores del programa serían contratados por el sector privado  o público “regular” , reduciéndose el gasto público, y viceversa. El pleno empleo se mantiene permanentemente, con la composición del empleo total cambiando a través del ciclo económico.
                  Si el programa empleara a 3,8 millones de trabajadores pagando un salario mensual igual a la línea de pobreza ($46.604,20 en el cuarto trimestre de 2022), y asumiendo costos no salariales del 15%, implicaría un gasto anualizado de
$2.443.924 millones de pesos, lo que equivale al 2,3% del PIB. Debe notarse que estos guarismos no consideran la eliminación de otros programas ni la de los gas- tos derivados del desempleo (salud física y mental, problemas familiares, etc.).

                 En cualquier caso, el costo financiero del programa es difícil de estimar e irá fluctuando contracíclicamente. Como enseña el enfoque de las finanzas funcionales (Lerner, 1943), el déficit (o superávit) no es bueno (ni malo) en sí mismo. El desempleo es un costo real o de oportunidad, igual a los bienes y servicios que dejan de estar disponibles como consecuencia de desaprovechar los recursos. Es, en este sentido, evidencia de que el déficit público es demasiado pequeño. Para dejar de limitar el tamaño de la torta (i.e., crecer), es preciso invertir el razonamiento más usual entre los economistas: en lugar de crecer para, luego, crear empleo, debemos crear empleo para crecer (crecimiento “tirado por el empleo”).

 

 

                                                                Referencias bibliográficas 

 

          Decreto 1506/2004: Recuperado de http://servicios.infoleg.gob.ar/ infolegInternet/anexos/100000-104999/100473/ norma.html
      Ferrer, A. (2014). El pecado original de la economía argentina. Le Monde Diplomatique. Recuperado de http://www.eldiplo.org/pdfs/el-diplo-1001760.pdf
           Gerchunoff, P. & Rapetti, M. (2016). La economía argentina y su conflicto distributivo estructural (1930-2015). El trimestre económico, 2(330), 225-272. Recuperado de http://www.scielo.org.mx/pdf/ete/v83n330/2448-718X-ete-83-330- 00225.pdf
            Lerner, A. (1943). Functional Finance and the Federal Debt. Social Re- search, 10(1), 38-51.
          Mario, A. (2014). La Asignación Universal por Hijo en Argentina: Impacto de algunas Reformas sobre el Bienestar Social. Estudios del Trabajo, 47, 5-28.
          Mario, A. 2016. ¿Puede una expansión económica generar empleo para to- dos?: evidencia de la era kirchnerista. Realidad Económica, 303, 139-162.
           Mitchell, W. F. (1998). The Buffer Stock Employment Model and the NAIRU: The Path to Full Employment. Journal of Economic Issues, 32(2), 547-555. Recu- perado de http://www.billmitchell.org/publications/journals/J30_1998.pdf
           Mosler, W. (1997-8). Full Employment and Price Stability. Journal of Post- Keynesian Economics, 20(2), 167-182.
         Tcherneva, P. 2017. Unemployment: The Silent Epidemic. Working Paper No. 895. Levy Economics Institute of Bard College. Recuperado de https://www.levyinstitute.org/pubs/wp_895.pdf
        Tcherneva, P. & Wray, L. R. (2005a). Common Goals-Different Solutions: Can Basic Income and Job Guarantees Deliver Their Own Promises. Rutgers Jour- nal of Law and Urban Policy, 2(1), 125-163. Recuperado de http://www.rutgers policyjournal.org/sites/jlpp/files/Tcherneva_0.pdf
         Wray, L. R. (1997). Government as Employer of Last Resort: Full Employ- ment Without Inflation. Working Paper No. 213. Levy Economics Institute of Bard College. Recuperado de http://www.lwvyinstitute.org/pubs/wp213.pdf

1
Este documento es producto de las actividades realizadas en el marco del Proyecto PIT CONUSUR “Análisis de los principales determinantes institucionales e históricos sobre desarrollo: un abordaje desde las condiciones regulatorias y organizacionales”, 2021. Colaboratorio Universidad Nacional del Oeste y Universidad Nacional de Moreno.

Revista Desafíos del Desarrollo
ISSN 2796-9967